martes, 13 de diciembre de 2011

4:30



Tío murió un martes. El reloj se detuvo a las 4:30, hora en que hicieron la llamada. El saberlo fue algo nuevo, pues nunca supe lo que es la muerte, o mejor dicho, perder a alguien. Desde el último día que lo vi hasta el día que me dieron la noticia, yo lo sabía, lo intuía, pues sus ojos suplicaban con llanto  ya no querer sufrir más ese tormento. Varios meses acostado en una cama lo demacraron, y su sonrisa y su fuerza vital desaparecieron. Las únicas palabras que lograba pronunciar eran incongruentes, para nadie tenían sentido, excepto para mí. Porque siempre jugábamos a hablar entre dientes y a murmullos, introduciendo sílabas delante de las sílabas, convirtiendo el lenguaje en ininteligible. Esta forma de hablar la descubrí cuando tenía ocho años, y cuando tío se enteró, se hizo disponible para enseñarme a progresar en el nuevo dialecto. Así nos contábamos cosas. Yo por ejemplo le contaba sobre las malas calificaciones o las veces que me hacía el enfermo para no ir a clases, o cuando me pasaba algo y no quería que nadie más se enterara. De esa manera nos hicimos amigos. Yo sabía lo que sentía tío, y lo que quería. Aunque no quería morir, tampoco quería ver a su vieja sufrir por él; aunque igual sabía que ella sufriría. Por más determinación que tuviera, no pudo luchar más. Se rindió. No soportó el dolor ni la ira, y mandó todo por fin al infierno. Su vida queda como recovecos cambiantes que se expanden en mi memoria. Aún así, mi reloj nunca volvió a marchar y se quedó detenido a las cuatro treinta de la tarde.

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