sábado, 11 de enero de 2014

Carta de un desesperado

Eran las tres treinta de la mañana. No podía conciliar el sueño, y a veces me levantaba de la cama para ir al baño o tomar agua. Por el pasillo, sobre los estantes estaban los libros. tomé uno y lo ojeé, y luego otro y así hasta terminar el recorrido. No sentía ninguna necesidad de leerlos. Solo los tenía allí, como meros adornos. A veces los miraba con cierto desprecio. Mi amigo, que venía a casa frecuentemente, me reprochó la idea de tener libros y no leerlos. No es que no los leyera, sino que estaba cansado de todo ello. La fatiga era tan intensa que a veces sentía desprecio por lo que hacía. Me decía cada cierto tiempo sobre la posibilidad de escribir uno de ellos, un libro. Esa posibilidad a veces me torturaba, me quemaba por dentro. Los nervios se enervaban cada vez que me encontraba solo, en la mesa y las hojas allí. Por lo general, tomaba mi abrigo y me iba calle abajo, o arriba, dependiendo del desgaste físico y mental. Por las noches no conciliaba el sueño. Siempre a las tres y treinta hacía el mismo recorrido, miraba los libros una y otra vez. Puede que sea algo enfermizo hacer todo eso, seguir el mismo patrón. Cuando leía los títulos, me quedaba pensando en el montón de palabras que había dentro. ¿Qué quería decir el autor? ¿Por qué tantas palabras? Entonces me dí cuenta que ninguno de ellos es un sabio ni un erudito, ni siquiera eso que llaman intelectuales. Eran y son personas con afán de contar algo, de escribir y escribir y figurarse en ese montón de palabras. Personas que necesitaban conjugar todos los verbos para poder dormir tranquilos en las noches y así estar en paz con ellos mismos y el mundo. A lo mejor haciendo eso ponían en orden las cosas. Pero yo, ¿qué quiero poner en orden? ¿a qué fantasmas quiero conjurar? Esas y otras preguntas me rondan cada vez que camino, cada vez que pienso en una historia; entonces me doy cuenta de que todo son palabras, palabras, palabras, pal...