Franz Kafka estaba allí esa
noche, y nadie lo notó. Yo lo vi cruzar desde la cocina hacia el salón. Venía
corriendo con tal rapidez que pasó desapercibido entre la multitud. Yo lo
seguí, con la mirada expectante. Deseaba que pudiera llegar bien a su destino.
Hasta que lo perdí de vista. En el grupo alguien hablaba sobre Gregorio Samsa.
Yo no lo conocía; pero según contaban, un día se enfermó y no lo volvieron a
ver. Contaban que tres hombres aseguraron haber visto un bicho en su
habitación. La historia me pareció peculiar e insólita. “Nadie puede
transformarse en un bicho; eso es algo imposible”. Yo recordé a Kafka, cuando
lo volví a ver. Esta vez estaba en el techo, como escuchando nuestra
conversación. Nadie notaba su presencia, y él tampoco quería ser reconocido. Lo
saludé con la mano, y él clavó su mirada en mí. Estuvimos así durante un breve
momento. Alguien aseguró que la hermana de Gregorio era la única que le proveía
lo necesario para subsistir, pero que lo hacía más por piedad que por amor a su
hermano. Al fin que Gregorio se murió. Nadie supo cómo. Unos afirmaron que fue
por una enfermedad que sufría desde hacía tiempo; otros que porque se convirtió
en un bicho y decidió morirse para no causarle más problemas a su familia. “Un
acto de amor”, dijo uno. Dentro del grupo había un gran pesar. Creo que fue por
la muerte de Gregorio o porque Kafka no aparecía por ningún lado. Alguien dijo
que seguía enfermo. Todos callamos. De repente vi a Kafka; venía hacia nosotros
cuando se escuchó un grito. Traté de llegar al sitio donde se formaba el
alboroto, y al fin, después de tantos empujones y codazos, pude ver a un hombre
en el piso. Al parecer estaba muerto. Todos lloraban. Era Kafka, quien había
decidido transformarse para pasar desapercibido entre la multitud. Alguien lo
pisó con su zapato pensando que era un bicho que trataba de ocultarse en algún
sitio de la casa.
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