viernes, 15 de noviembre de 2013

Ataduras

De Lorena sé decir que la conozco poco a pesar de todas las tardes que pasamos juntos. Eso fue hace mucho tiempo. Pero aún así, surge de repente preguntándome sobre cómo es vivir en un lugar donde hace frío. Mi respuesta era una sonrisa. A veces la tristeza la invadía, y entonces surgía el odio por todas las cosas, empezando por la vida, y terminando por mí. Yo no sé decir si en realidad estaba bien. La veía todas las tardes, después del trabajo, y nos íbamos por la Urdaneta, bajo el umbral de los árboles y la oscuridad acechante cuando eran los últimos meses del año. Lo que más recuerdo de Lorena es esa mirada limpia y profunda, con media sonrisa cuando quería decir algo. Uno de esos últimos días me dijo que tenía que regresar a Argentina, que su papá estaba mal y que de su hermano no sabía nada. Ni modo, ya el regreso a casa no sería el mismo. Ella esperó a que dijera algo, que diera la respuesta a la pregunta que me hacían sus ojos. En vez de eso, un abrazo y un cuídate mucho fue lo que brotaron de mis labios. Con su sonrisa a medio camino con el llanto, me dijo que lo haría. Lorena se marchó con la tristeza atada a su pecho, y yo recorro las tardes oscuras entre los árboles imaginando una vida muy lejana a esta.

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